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viernes, 1 de febrero de 2013

EL CAPITÁN TRUENO (Bruguera, 1956)











AMBRÓS, EL ESTALLIDO DEL TRUENO
Por una sola vez voy saltarme la barrera de 1952, fecha tope que fija este blog en su análisis de las cabeceras aparecidas en una etapa muy concreta del tebeo autóctono. Y lo hago porque llevo tiempo queriendo expresar lo que representó para mi --y sigue representando-- la creación de Ambrós y Víctor Mora.  
No pretendo con ello aportar nuevos o diferentes datos de los ya aportados por quienes de verdad han profundizado en estos casi sesenta años de truenofilia, sino dar fe aquí de lo que siento y pienso acerca del personaje y del ruido mediático, veces incuso estridente, que genera en estos últimos tiempos. Claro que cincuenta y siete años de existencia dan para mucho.
En los últimos años han sido multitud las referencias o loas al personaje: manifestaciones en forma de exposiciones, libros, análisis de obra, artículos, asociaciones –yo mismo pertenezco a una de ellas y espero que no me echen después de que vean la luz estas líneas--, entrevistas, homenajes a sus primeros autores, a los segundos, terceros..., incluso una película que maldita la gracia. Y la cosa va en aumento. En mi opinión con más luces que sombras. Un vocerío que si no fuese porque recae sobre tan admirado héroe, perecería consecuencia de cierta locura colectiva.
Que nadie piense que trato de minimizar la importancia de la obra, ni mucho menos, pero albergo infinitas dudas sobre la lógica de tamaña fiebre coral asociada a la andadura general del personaje. Ediciones, muchas de ellas, consecuencia de refritos, montajes esperpénticos y desfoques, por qué no decirlo, de algunos dibujantes que nunca debieron llegar a tocar un solo pelo de aquel Trueno; el mío, el de Ambrós, el de la Colección Dan con la figura aguerrida del Capitán descansado sobre la franja izquierda de la portada. Con esa sonrisa y porte, con ese fondo sangre cubriéndole las espaldas como reguero de gestas pasadas. Lo demás, salvo excepciones, es engañarse, dicho con todo el respeto y reserva de quien vierte una opinión subjetiva. Alguien que no ha podido escapar al hechizo del aquel trazo preciso, dinámico, bello y majestuoso de Ambrós; aquel dibujo que parecía invitar a la épica con un lenguaje visual que convertía lo tremebundo en divertido: no había más que mirar las caras del trío protagonista para intuir que aquello era puro compadreo.
Mi condición aldeana me impidió conocer la serie en el momento de su alumbramiento. Mi pueblo era un lugar de no muchos habitantes en el que no existía ni un maldito quiosco o librería. Era el menor de cinco hermanos y en mi despertar a las viñetas me topé con una considerable herencia acumulada años atrás de cuando mi familia consumía colecciones como Zarpa de León, Suchai, Roberto Alcázar y Pedrín, etc. Así que llegué tarde al Capitán Trueno, lo mismo que a otras colecciones que luego tanto me impactaron, como fue el caso de El Cachorro.
El primer cuaderno del Trueno de Ambrós que cayó en mis manos, fruto de una compra masiva de diferentes ejemplares de otras tantas colecciones –un apasionante y tormentoso pasaje de mi vida que ya he contado en el libro La Magia Maga--, fue el núm. 55, titulado El Valle de los Monstruos. Como digo, no fue una portada elegida por razones impulsivas o impactantes; solo fue un cuaderno más de los muchos que compré con las 25 Pts. que había conseguido sacar de las arcas familiares de forma poco ejemplar.

En aquella portada había algo diferente de las otras portadas de mi compra; unos personajes que parecían pasarlo de rechupete hasta en la adversidad, incluso si ésta se desarrollaba en un valle plagado de monstruos, según reconocía el mismísimo título. La figura del protagonista despachando a un esquimal de un certero golpe a dos manos sin perder la sonrisa me dejó perplejo, acostumbrado como estaba a la inexpresividad de los héroes del tebeo que yo conocía –salvo Pedrín, que hay que reconocer que disfrutaba de lo lindo con los mamporros que largaba Roberto--. A la izquierda de la portada, en un segundo plano, se veía a un gigantón con vestimenta a rayas sujetando, como si fueran títeres, a otros dos esquimales con cara de no estar de fiesta precisamente. Y coronando la escena, subido a hombros del grandullón, aparecía un mozalbete alborozado estaca en mano.
Pero lo que más llamó mi atención fue el aura de perfección sensorial del conjunto de la portada, la armonía del dibujo, su exquisitez compositiva, lo descriptivo que resultaba todo aquello, con ese golpe acompañado de un swing visual y la cara de dolor de quien lo recibía; con ese escorzo dinámico del protagonista en acción. Aquel Capitán Trueno olía a limpio, a buena gente, con la elegancia del Caballero medieval de buena cuna, con esa media melena en oscilación. Pura esencia estética.
Leí el cuaderno y descubrí al zampabollos de Goliat y su parche en el ojo, que me recordó a los piratas que había visto recientemente en el cine Y al escudero Crispín, con su lucidez y desenvoltura. Y supe que los tres protagonistas –no aparecía aquí la bella Sigrid— se encontraban en el mar del norte. Habían sido arrastrados por una enorme ola producida por un maremoto. Entonces quise saber lo que era eso del maremoto. Y porqué era capaz de fabricar olas gigantes. Pero sobretodo quise indagar en las aventuras que los protagonistas habían dejado atrás, aunque fui consciente de la difícil tarea que tenía por delante, especialmente en lo económico.

Vivía ya en la ciudad y pronto descubrí unos comercios de compra-venta-cambio de tebeos, en los que se podía leer los cuadernos atrasados de las colecciones más importantes al módico precio de 10 cts. unidad. Ahí, en esos locales, empezó mi embeleso por Trueno y sus amigos. Y mi admiración por la firma que figuraba en las portadas: Ambrós, Ambrós, Ambrós,… Hasta el punto que había veces que pasaba más tiempo observado las cubiertas que leyendo el interior de los tebeos. Como olvidar aquel huracán colgado de una lámpara cayendo sobre sus enemigos de El Cautivo de la Fortaleza (Nº. 2); la disputa contra el barbudo vikingo Ragnar, con Sigrid y aquel encapuchado observado desde la distancia, de ¡Al Abordaje! Nº. 3); la lucha contra los leones sobre la arena de los Kadori de ¡La Terrible Simla! Nº. 6). Y otras muchas e incontables imágenes que hoy, si tuviera el don, sería capaz de dibujar de memoria: La Carga de los Elefantes (Nº. 7), ¡Cuatro contra Todos! (Nº. 9), Legión de Fantasmas (Nº. 10)…, portadas todas ellas grabadas a fuego en la retina del alma. Imágenes que me han acompañado durante cada uno de los años transcurridos desde entonces.

La colección siguió su curso y yo lo seguí sin apartarme de ella durante largo tiempo. Hasta que un día, cuando la pasión por los tebeos dio paso el cine, la música y las chicas, descubrí sobresaltado en un quiosco una portada con un Trueno que no era mi Trueno; una cara que no era la suya, un rictus, agrio y anguloso, que no era propio del Capitán sonriente que vivía en mí. Desde ese momento volví la mirada hacia Ambrós con mayor veneración que nunca. El Capitán Trueno había muerto. Me quedaba la herencia de Ambrós.

Lo que vino a continuación dejó de interesarme, quizás porque los tebeos en general perdieron presencia en mi espíritu de niño soñador, hasta que ya de mayor sentí de nuevo la necesidad de recuperarlos. Y lo que ahora sé, lo que veo, es una fiesta constante sobre el personaje perdida entre ruidosas bambalinas, como si todas las etapas y creadores de Trueno tuvieran la misma importancia. Algo que me niego a reconocer, por mucho que hayan existido, o existan, dignísimos narradores, incluso algún que otro maestro. Pero mi Capitán Trueno será de por vida el que nació del pincel –o del lápiz-- de Miguel Ambrosio Zaragoza, un tipo humilde y honesto que merece toda la admiración, un fuera aparte, como dirían algunos; incluso de aquellos que llegaron al personaje cuando él ya no estaba.
Mi respeto para la mayoría de dibujantes posteriores, aunque en mi opinión ninguno lograra alcanzar la mágica grafía del trazo de Ambrós. Y un ruego: sería aconsejable evitar en el futuro tratamientos como el de la exposición celebrada hace algo más de un año en Vitoria, en la que Ambrós fue minimizado hasta el punto de ser señalado como un dibujante más entre la docena de autores que allí figuraban relacionados. Ni siquiera tuvieron la delicadeza de situarlo encabezando la lista, aunque sólo fuese por el privilegio alfabético del que gozaba su nombre.
Autor y personaje formaron una sociedad imborrable, imposible de equiparar, porque en realidad Ambrós constituyo el verdadero estallido del Trueno, con permiso de Victor Mora, claro.